Días en medio de la ciudad de Lima, llena de tanto ruido, de tanta confusión, sin orden, sin uno siquiera intuible. El concepto de contaminación —a veces es difícil no sentirse contaminado (en todos los aspectos a los que pueda remitirnos esa palabra)— sonora o acústica es en lo que se basan las autoridades para llevar control del ruido: existen cuatro tipos de zona para los cuales funcionan distintos topes máximos de decibeles, los cuales varían dependiendo si es de día o de noche. Aunque no imagino lo complejo que debe ser ejercer realmente ese control…
No importa.
La cuestión es si lo que realmente nos contamina sonoramente es sólo ese ruido ‘trasgresión del límite de decibelios permitido’. Sí lo fuera así, sería indicio de que el ruido está hecho de la convención social más evidente, de que no nos incomoda la confusión, la falta de sentido, sino sólo cierto nivel de decibeles. Entonces, ¿por qué no simplemente buscamos silencio? ¿Por qué van por ahí —crecen exponencialmente— tantas personas aferradas a su par de audífonos? ¿Se trata sólo de nuestras ganas de escuchar música? ¿Qué es la música?
La música produce placer y, generalmente, este es mayor cuando se escucha lo que se gusta. ¿De dónde viene ese placer? Como deducía Igor Stravinsky en la cátedra de poética musical que dictó en Harvard en el año lectivo 1939-1940, la música no simplemente se constituye de elementos sonoros: el placer que nos producirían el suave fluir del arroyo, el canto de un pájaro, no son música. ¿Y qué sí lo es? La organización —en esta palabra está la clave— de esos mismos elementos sonoros que presupone una acción consciente del hombre.
Ir por la ciudad aferrado a los audífonos es, entonces, una forma de resistir hoy ante la desorganización, ante la confusión, una manera fácil de evitar eso que nos desagrada, pero de lo cual librarnos realmente nos cuesta tanto. Pretendemos resistir así: instalados en el orden que supone la música.
El silencio queda pendiente para un próximo desvarío.